En
una conferencia sobre la región de los Grandes Lagos un asistente me pidió, hace
escasos días, que le explicará, de manera breve y clara, lo que está pasando en
la frontera entre Congo y Ruanda. A lo que accedí recordando que, desde el
genocidio ruandés de 1994, el este de la República democrática del Congo, que acogió a millares de refugiados ruandeses que huían despavoridos de su país, no ha
conocido paz. Y hace apenas un año, en marzo de 2012, el general Bosco Ntaganda, hoy
ante la Corte Penal Internacional en La Haya, volvió a iniciar una enésima
guerra después de un tiempo de tensa calma. Este tutsi congoleño fue enseguida
apoyado por el coronel Sultani Makenga, creando el llamado M23 (Movimiento 23
de marzo) para sembrar el terror en la región, ante la mirada pasiva de los cascos
azules de la ONU (Monusco).
El
desencadenante de esta última guerra fue el intento del presidente Kabila de restablecer
la autoridad del Estado en el este del Congo, convertido de facto en un
protectorado de Ruanda. El presidente, sin embargo, o no debió calcular bien la
capacidad de sus fuerzas armadas o no las conocía realmente para semejante aventura; porque las Fuerzas
armadas de la República democrática del Congo (FARDC) son prácticamente inexistentes.
No constituyen más que una “cohabitación” forzosa de diversas milicias, entre las que
destaca el CNDP (Congreso nacional para la defensa del pueblo), un movimiento
compuesto por tusti congoleños integrado en el ejército nacional en 2009 y que,
con sus cerca de cinco mil hombres bien entrenados, forma un ejército dentro
del ejército.
El
intento del gobierno congoleño de profundizar en la integración del ejército se
ha topado continuamente con la oposición frontal de este grupo que no quiere que
sus miembros sean dispersados a través el país. Exige que sean destinados únicamente
en el este dónde reina la connivencia con rebeldes pro ruendeses. De ahí que se
pueda entender por qué, en el último levantamiento de un puñado de rebeldes en
esa región, las fuerzas armadas miraran para otro lado. De hecho, son los
mismos.
Señalar,
por otro lado, que la integración del ejército congoleño, financiada por la
comunidad internacional, ha sido un auténtico fiasco.
En
cuanto a la guerra en Kivu, la solución está en Ruanda, aunque lo nieguen una y
mil veces las autoridades de aquel país. Además, los expertos de la ONU han
reiterado en varios informes que los rebeldes que desestabilizan el este del
Congo cuentan con el apoyo de Ruanda, que les suministra armamentos y apoyo logístico.
Ruanda
actúa de esta manera por dos evidencias. Una, la presión demográfica. La
densidad de población de Ruanda está entre las más altas del África
Subsahariana, con 230 hab/km² (mientras que la del Congo es de 30,57 hab/km²). Y para evitar el
colapso, sueña con extenderse hacia las regiones menos pobladas del
este del Congo, como es el Kivu. Además, los teóricos ruandeses creen que
desestabilizando esa parte del país vecino, poco a poco Ruanda podría colonizarla.
La
otra evidencia, el provecho económico. El crecimiento económico del que, a
todas luces, disfruta Ruanda en la actualidad se basa en el pillaje de los recursos del Congo. Según la ONU, Ruanda es el punto nodal del
comercio ilegal de las piedras preciosas robadas en el país vecino. Llama poderosamente la atención que Ruanda se haya convertido en exportador de minerales como el coltán o el casiterita que no produce.
Estas
serían, entre otras, las razones fundamentales que explican el permanente
estado de inestabilidad en Kivu y el apoyo numantino de Ruanda a las diferentes
rebeliones que se suceden en el este del Congo. Todo ello, desde luego, con la complicidad de
muchos congoleños y apoyo internacional. Hasta que la Comunidad internacional no pare los píes a Paul Kagame, presidente de Ruanda, la paz no volverá nunca a Kivu.
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