Tres “paseos triunfales” de insurgentes en otros tantos países africanos,
en 2012, ilustran perfectamente el proceso de colapso de los ejércitos regulares
en el continente: en enero, una revuelta armada protagonizada por independentistas tuareg
y apoyada por yihadistas expulsa del norte de Mali al ejército regular en muy
poco tiempo. Sólo la intervención francesa, que todavía sigue en marcha, ha
podido devolver el control de esa parte del país al gobierno de Bamako.
En verano, un puñado de rebeldes,
autodenominados M23, pone en jaque al ejército de la República Democrática del
Congo en el este del país, entrando y saliendo de la estratégica ciudad de Goma
a su antojo. El gobierno de Kinshasa se ve obligado a sentarse en la mesa de
negociaciones en Kampala (Uganda) con los rebeldes.
A final de año, el movimiento Seleka, que
aglutina distintos grupos rebeldes de la República Centroafricana, se paseó por
medio país en muy pocos días ante la desbandada de las fuerzas estatales. Sólo
la intervención del contingente de la organización de los Estados de Africa
central y de Sudáfrica pudo frenar la ofensiva sobre la Capital, Bangui, y
forzar las negociaciones de Libreville (Gabón).
Estos tres casos ilustran lo que está
sucediendo en el continente dónde todo apunta a un colapso de las fuerzas
armadas regulares. Siempre habrá que partir, no obstante, del hecho de que
África es un continente y la realidad puede variar de un país a otro. Además,
en la última clasificación Global
Firepower, sobre los ejércitos convencionales del mundo, unos cuantos
países africanos figuran entre los cincuenta y cinco mejores (casos de Sudáfrica, Egipto, Argelia o Etiopía). Aun así, la inmensa
mayoría de los cincuenta y cuatro Estados del continente cuenta con unas
fuerzas armadas, a todas luces, deficientes. Y, ¿por qué?
Yendo al grano, es porque en muchos Estados africanos no
hay un proyecto de sociedad y de país. Los intereses particulares suelen prevalecer sobre
el bien común, con la consiguiente instrumentalización del aparato del Estado y, muy especialmente, de las fuerzas armadas
en pro de esos intereses.
Es preciso recordar que a la hora de las
independencias, muchos países africanos se encontraron con un doble ejército: el
clásico, nacido de la transferencia de las competencias de las metrópolis a sus
antiguas colonias; y el popular, proveniente de las luchas locales por la
emancipación, o como consecuencia de los primeros golpes de estado. Si los
ejércitos clásicos se han distinguido siempre por su carácter apolítico y su
papel de garantía de seguridad nacional e integridad territorial, en el África
postcolonial se convertirían en meros instrumentos políticos al estilo de los ejércitos
populares.
Desde entonces, el ejército es utilizado como
medio para alcanzar el poder o mantenerse en él. El jefe del Estado de turno lo
configura a su imagen y semejanza, reclutando para su guardia pretoriana
exclusivamente gente procedente de su tribu o clan, con la consiguiente
exclusión de los demás grupos étnicos que conforman el país. De hecho, nos encontramos
con un ejército dentro del ejército: el núcleo duro, bien pagado y protector
del jefe; y los demás, que sobreviven a base de molestar al pueblo llano a
través de las prácticas corruptelas.
Hace tiempo, pues, que en muchos países africanos se adulteraron las
funciones fundamentales de las fuerzas armadas. La pérdida de su carácter republicano
(res-publica), global y neutral explicaría, a nuestro entender, por qué, ante
cualquier incursión enemiga, impera el “sálvese quien pueda” en la mayoría de
los ejércitos y el desmoronamiento de los mismos.
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