África corre el riesgo de
quedarse en una simple eterna promesa. Llevamos, como mínimo, una década
leyendo en revistas especializadas y escuchando en distintos medios a gurús de
la economía pronosticar que África es el futuro de la economía mundial. Razón no
les falta, porque durante este tiempo África subsahariana, a pesar de los
vaivenes de la economía mundial, viene presentando unas cifras de crecimiento
por encima de la media internacional y ofreciendo numerosas oportunidades a los
inversores. Un crecimiento que se sustenta principalmente en las exportaciones
de sus inmensas reservas de materias primas, a la inversión directa exterior
(impulsada en gran medida por China e India), a una mayor urbanización del
continente con una incipiente clase media y a los importantes cambios
demográficos que se están experimentando.
Como consecuencia de lo anterior, se prevé que en los próximos años una parte importante de la población africana verá incrementada su renta hasta equipararse a las de las clases medias de China, convirtiéndose así en demandantes de nuevos productos.
Pero, se teme que todas estas
expectativas queden en simples augurios debido a la falta de una verdadera
visión (y voluntad) política de los dirigentes africanos para aprovechar estas
potencialidades en beneficio de la mayoría. Y el hecho de que los efectos de
esa bonanza no hayan llegado todavía, después de casi dos lustros, a una parte
importante de la población, ya es un síntoma de que se está tratando de un
espejismo.
La corrupción, ese mal endémico
presente en la gestión de lo público en África, explica en buena parte el
empantanamiento continental. Cada año desaparecen más de 50.000 millones de
dólares por culpa de esa lacra, el doble de lo que supone la ayuda oficial
internacional. Un dinero que si entrara cada año –y de forma honesta– a las
arcas de los Estados, y fuera bien gestionado, cambiaría seguramente el destino
del continente. No hay que perder de vista, además, que muchos males que
atenazan al pueblo africano (hambre, enfermedades, guerras, falta absoluta de
infraestructuras…) son consecuencias directa de la corrupción.
¡Lástima que este ciclo no haya
coincidido con una nueva y renovada generación de dirigentes en el continente!
Al contrario, África sigue dominado por los llamados ‘dinosaurios’, un conjunto
de líderes que llevan décadas en el poder en varios países, han envejecido en
sus puestos –que no parecen dispuestos a abandonar– y siguen perpetuando sus
malos hábitos. A estos líderes y a sus clubes de amigos se los conoce por sus
lujosos estilos de vida, muy alejados de los de la inmensa mayoría de las
poblaciones de sus países, y por una escasa labor política a pesar de sus
cargos.
Para que el continente deje de
ser de una vez eterna promesa, los ‘dinosaurios’ deberían dejar sitio a una
nueva generación que sepa aprovechar todos los recursos y ponerlos al servicio
del pueblo y luchar con valentía contra la lacra de la corrupción y sus
tentáculos (nacionales e internacionales).
Texto original en Mundo Negro
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