Hace escasas fechas, compartí en una universidad madrileña unas reflexiones sobre la situación política del continente africano en 2018 con jóvenes universitarios que estudiaban la carrera de Relaciones Internacionales. Y salió a relucir el tema de las migraciones. Los chicos querían conocer las verdaderas causas que empujan a jóvenes como ellos a abandonar su entorno y embarcarse en una aventura que conduce a muchos a la esclavitud e, incluso, a perder la vida en el desierto del Sáhara o en el Mediterráneo. Las respuestas de manuales no parecían convencerles.

Y en el caso de África, las escasas reflexiones que se realizan suelen limitarse a recoger tópicos y lugares comunes (pobreza, odio y guerras tribales) sin ahondar en una de las causas fundamentales: los jóvenes africanos se sienten extranjeros en su propia tierra. Por eso prefieren ser extranjeros en otro lugar que en su propio hogar, porque aquí nadie cuenta con ellos para nada.
Un simple vistazo a cualquier país africano basta para corroborar esta realidad. En todos y cada uno de ellos siempre se repite la misma estampa: actividad frenética de camiones cargados con bienes y recursos esquilmados al país ante los ojos impotentes de los locales que sobreviven, a duras penas, en la pobreza más absoluta. La población africana permanece como mera espectadora, incluso de las obras que lleva a cabo el nuevo socio de la cooperación africana actual: China. Este país se reserva el derecho de traer sus propios trabajadores para las obras que lleva a cabo en suelo africano.
Eso sí, un pequeño grupo, corrupto y cómplice de esta situación, armado hasta los dientes, se ocupa de negociar con esas multinacionales concesiones y contratos multimillonarios en beneficio propio, marginando al resto de la población que se siente extranjera en su tierra, condenando a los jóvenes que puedan, al exilio; a la emigración.
Texto original en Mundo Negro
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